La primera Nochebuena de Hakim
A Hakim no le suponía ningún sacrificio trabajar en Nochebuena. Para él la Navidad solo era una fiesta de familias reunidas y encerrarse en la garita del aparcamiento le ayudaba a olvidar que llevaba tres años sin ver a la suya.
Salió de casa antes que de costumbre, porque el Metro cerraba pronto, de modo que tuvo tiempo para caminar unas manzanas antes de llegar a la urbanización. Algunas tiendas seguían abiertas, llenando la calle de luces y villancicos: “a Belén pastores, a Belén chiquitos…” A Hakim le hacían gracia esas canciones: pastorcillos, si vais a Belén y pasáis por el campamento de Dheisheh, dad un abrazo a mi madre y mis hermanos.
Llegó al trabajo, cambió sus ropas por el uniforme y se presentó ante su compañero cuarenta minutos antes de la hora.
– Hala, Manolo, recoge y vete a casa.
– Eres un figura, Hakim. Te debo una, macho. Que no se te haga muy largo.
– No me debes nada, hombre. Mañana me traes un polvorón.
– Qué coño, te traigo unos langostinos.
Manolo se marchó silbando y Hakim se sentó dispuesto a afrontar el peor momento de la noche, ése en el que los vecinos salían prácticamente en tropel, pletóricos los niños, elegantísimos los padres, insoportablemente felices todos. Pero una vez hubieran desaparecido, le esperaban horas de tranquilidad absoluta hasta que poco a poco el parking volviera a llenarse de coches ocupados por esposos beodos, mujeres descompuestas y críos dormidos.
A las nueve ya no quedaba nadie. Era el momento de sacar de la mochila una cena igual de navideña que la de cualquier otro día, un sándwich de pavo y un refresco. Apoyó el teléfono móvil en la consola de videovigilancia y empezó a ver la primera de las películas que se había descargado para la noche. Era sobre unos ladrones de guante blanco que se introducían en un banco presidido por desalmados. Su objetivo era robar a los ricos para dárselo a los futuros ricos, o sea, a sí mismos.
Después de más de dos horas burlando sofisticados sistemas de seguridad, los protagonistas de la película celebraban el éxito de su operación soltando los peores chistes que jamás haya escrito un guionista. Entonces Hakim tuvo un sobresalto. Inesperadamente, se encendieron todas las luces del aparcamiento. Miró el reloj y eran las doce y media. O es alguien que va muy tarde o es una visita que se marcha pronto, pensó. Esperaba escuchar voces y risas, pero solo sonaban unos tacones, tac, tac, tac, cada vez más cerca, TAC, TAC, TAC.
La mujer pasó por delante de la garita sin mirarle siquiera. Él sabía quién era, la propietaria de uno de los áticos. Según Manolo, a sus treinta y pocos años había llegado a ser una de las directivas más importantes del país. Sí, pero a estas horas es cuando suele volver del trabajo, con la misma cara de amargada, sin dignarse a dar las buenas noches y sola, siempre sola. Hakim aguzó el oído y escuchó ese sonido que solo hacen las puertas de los coches caros al cerrarse. A continuación oyó cómo despertaban los cuatrocientos caballos y esperó el chirrido de las ruedas sobre el pavimento.
Pero el coche no se movía. El motor estaba encendido, eso estaba claro, porque aquel ralentí era música celestial. Estará hablando por teléfono. Pasaron unos minutos. Pues sí que habla. Surgió un olor raro. Huele como a... El claxon empezó a sonar. ¿Qué hace? La bocina aullaba con una nota sostenida, desesperante. ¡Ahí pasa algo!
Corrió hasta la plaza 203 para encontrarse con un espectáculo extraño: el enorme SUV de la vecina estaba lleno de niebla. Se lanzó contra la manija de la puerta. Afortunadamente, no había activado los seguros. Al abrir salió una bocanada de humo que casi le hizo desmayarse. Ella yacía sin sentido, con la cabeza apoyada en el volante.
Hakim apagó el motor y la llevó en brazos hasta la calle. Está viva, gracias a Dios. Le echó agua en cara y dejó que respirara el aire de la noche mientras llamaba a emergencias. En apenas un par de minutos, la mujer estaba plenamente consciente.
– Gracias, estoy bien. Me marcho a casa.
– No, por favor. Espera a que venga la ambulancia.
– No necesito médicos, lo mío no tiene cura.
– Si te vas, no te devuelvo las llaves del coche.
– ¿Y si te denuncio?
– Me meterán en la cárcel. Soy extranjero y eso tampoco tiene cura.
Ella se rió. Quiso sacar un cigarrillo del bolso y volvió a reír ante la idea de meter más humo en sus pulmones. Tenían tiempo para hablar largo y tendido hasta que llegara la ambulancia. Hakim confirmó sus sospechas: una persona, por muy importante que sea –o precisamente por serlo– puede acabar muriendo de soledad.
– ¿Y tú no te sientes solo, estando tan lejos de tu tierra?
– Mucho, pero lo último que necesitan en mi casa es otro hijo muerto.
Se contaron las vidas, intercambiaron teléfonos y por fin la ambulancia se llevó a Ana (resulta que se llamaba así). Él volvió a la garita poco antes de que empezaran a regresar los maridos achispados, las esposas de pies doloridos y los niños durmientes. Al amanecer volvió Manolo, con un recipiente de plástico lleno de langostinos.
– Lo prometido es deuda, macho. No te he traído cava porque no sé si bebes. ¿Qué tal ha ido la noche?
Hakim miró la pantalla de su teléfono y leyó dos palabras nuevas en la agenda de contactos: Ana Ático.
– ¿Que cómo ha ido? Ni idea, Manolo. Puede haber sido una noche más o puede que sea la primera Nochebuena de mi vida.
– ¿Y eso?
– No sé. Lo sabré cuando haga una llamada de teléfono.