No tocar, recién pintado

Cada vez que me aplaudís,

me dejáis sordo.

Cuando me reís las gracias,

cuando me alabáis el gusto,

cuando me recogéis las palabras de la boca,

cuando celebráis mis exabruptos

como brotes de genialidad,

cuando reclamáis un segundo de mi presencia,

cuando queréis ver en mí un puntal,

cuando me pedís consejo

y me creéis más sabio que vosotros,

cuando me exigís que me reproduzca

y os deje en herencia esquejes de mi miseria,

pobres niños condenados a repetirme,

cuando queréis convertirme en espejo,

en Biblia, en chiste, en dogma, en icono,

me matáis de dolor, de un dolor antiguo.

Desde el interior ruinoso

de mi castillo de cartón piedra

contemplo la multitud

de admiradores y menesterosos

fascinados por el brillo de la pintura

y el fulgor de las flores de plástico

en la sombra recalentada de mis jardines.

Es entonces cuando me siento solo,

deformado, desconocido, inhumano,

y me pregunto qué he hecho yo

para que no me queráis a secas,

como os amáis los unos a los otros.